La aprobación de la Ley del Suelo cierra, por el momento, un período convulso del urbanismo español. Contribuye a la simplificación terminológica de los conceptos pero añade nuevos requisitos que acrecientan la burocratización en el manejo del crecimiento de las ciudades.
A finales del pasado mes de Mayo aparecía publicada en el Boletín Oficial del Estado la nueva Ley 8/2007 de suelo aprobada por las Cortes Generales. Esta ha sido una ley demandada por amplías capas de la sociedad española para atajar los abusos a los que el desaforado desarrollo inmobiliario, experimentado en la última década, ha sometido a determinadas zonas del territorio nacional. Con ello, se unifica la dispersión legal que supuso la suspensión parcial por el Tribunal Constitucional en 1997 de la reforma de 1992 de la Ley del Suelo y la posterior aprobación de la Ley de 6/1998 sobre régimen del suelo y valoraciones.
La situación, que llegó a ser altamente explosiva en la costa mediterránea, se ha caracterizado por la masiva recalificación del suelo rústico con destino residencial sin contar con las mínimas infraestructuras ni con las condiciones de urbanidad necesarias para garantizar una convivencia adecuada. La acción urbanizadora indiscriminada de agentes de todo tipo ha estado teñida, en muchos casos, de importantes corruptelas administrativas y políticas llevadas a cabo al calor del movimiento de ingentes cantidades de dinero.
Las irregularidades que han tenido lugar en Marbella han sido un exponente extremo de esta realidad, que ha dejado como resultado un entorno urbano con problemas gravesde tráfico y transporte, carencia extrema de servicios básicos esenciales y una gran masificación de la edificación. El importante desbarajuste en el manejo del suelo en este país ha dado lugar, además y recientemente, a la aprobación de una condena explicita de las prácticas urbanísticas españolas por parte del Parlamento Europeo.
Contra este marasmo ha surgido la nueva Ley de Suelo nacional que pretende llevar a cabo una clarificación de las condiciones de aprovechamiento de este bien que es cada vez más escaso en muchas regiones. La insostenibilidad del modelo de desarrollo inmobiliario español ha contribuido a una expansión económica sin precedentes pero con el talón de Aquiles de un consumo extremo de suelo y de una incapacidad para garantizar unas mínimas condiciones de calidad urbana.
En primer lugar, este instrumento legal ha venido a establecer una distinción entre el suelo como superficie aprovechable para distintos usos y la construcción que es posible realizar sobre el mismo. Según este planteamiento, el uso del suelo debe de ser reconocido como un derecho inalienable de su dueño, mientras que el aprovechamiento construido que sobre el mismo se pueda hacer tiene una repercusión que va más allá de los intereses inmediatos del propietario para adquirir una repercusión social de mayor alcance.
Así mismo, la Ley establece dos situaciones básicas contrapuestas que distinguirían el uso del suelo, las que corresponden a su definición como rural o urbanizado. Esto tendrá en el futuro unas repercusiones muy importantes para su calificación territorial o urbanística y a los efectos de su valoración para su adquisición o expropiación pública. La anterior legislación establecía la concepción de todo el espacio no protegido como urbanizable en sí mismo, lo que abrió la veda de las recalificaciones salvajes ocurridas en determinadas Comunidades Autónomas. En Canarias por el contrario y a partir de un criterio acertado, la Ley del Territorio de 1999 estableció la protección de la globalidad del suelo rústico atenuando con ello, una excesiva presión sobre los espacios insulares.
Entre las novedades aportadas por la Ley habría que señalar la introducción de un nuevo parámetro a computar sobre el suelo en los ámbitos donde se va a producir el crecimiento de cada comarca o municipio. De acuerdo al artículo 10, se exige el aumento a un 30 % del total de la reserva mínima de edificabilidad con destino a viviendas con precio máximo tasado de venta o alquiler. Ello permitirá a las administraciones la disposición teórica de suelo para la oferta de viviendas para las capas de población menos favorecidas. Esta calificación de suelo presenta, en el caso canario, la enorme dificultad para lograr su disponibilidad real ante la incapacidad de la mayoría de las administraciones para gestionar la urbanización de las superficies calificadas. Esta es la razón del enorme fracaso de los programas de vivienda pública que sitúan a Canarias a la cola en la producción anual de este tipo de iniciativas en el contexto nacional.
Se introducen nuevos requisitos legales relacionados con la evaluación ambiental (ver artículo 15) de los instrumentos de planeamiento en aras a establecer una mayor racionalidad en relación a la sostenibilidad de las actuaciones y su repercusión sobre el contexto. Entre los nuevos estudios ambientales a incorporar en los instrumentos de planeamiento hay que destacar la elaboración de un nuevo mapa de riesgos naturales. También es de destacar la necesidad de contar con diversos informes administrativos relacionados con la valoración de los recursos hídricos a destinar a los nuevos crecimientos que se propongan, la protección efectiva del dominio público marítimo-terrestre y sobre el efecto que se producirá sobre las carreteras y otras infraestructuras y servicios. Ello va a obligar a la preparación de estudios específicos que justifiquen la capacidad de un entorno territorial determinado para soportar el crecimiento proyectado.
Por otra parte, se exige un nuevo documento complementario, la denominada memoria de sostenibilidad económica, que establezca la capacidad real de las haciendas públicas para llevar a cabo la implantaciones que se propongan, así como, las consecuencias que van a derivar del mantenimiento de las nuevas urbanizaciones.
Todo lo anterior, va a agravar la dificultad para llevar a cabo la renovación del planeamiento urbanístico ya de por sí excesivamente burocratizado en la actualidad. En casos como el canario, esto es extremadamente grave debido a la complejidad alcanzada en el entramado legal a lo largo de los últimos años. Además, estos imperativos legales no tienen una repercusión efectiva sobre la calidad de la ciudad a construir, en lo referente a su forma y diseño, que ha ido pasando paulatinamente a un segundo plano en las preocupaciones técnicas.
El grueso de la Ley se dedica a clarificar los sistemas de valoración del suelo intentando con ello acotar los abusos ejercidos sobre los pequeños propietarios en situaciones extremas como las que han tenido lugar en la comunidad valenciana a partir de la promulgación de su legislación específica. Así los Títulos III, IV y V establecen los criterios para la valoración en los supuestos indemnizatorios por sustitución de la iniciativa y por expropiación forzosa. El Título V trata de combatir especialmente las situaciones de retención especulativa del suelo, uno de los males endémicos de la realidad española, mediante el mecanismo de la sustitución del propietario del suelo por el promotor o agente urbanizador, estableciendo para ello unas cautelas mínimas en beneficio de los particulares frente a las presiones de los grandes operadores inmobiliarios.
El Artículo 33 apoya la formalización de patrimonios públicos de suelo mediante el mecanismo de reserva de los recursos aportados correspondientes al 10% de la edificabilidad residencial con destino al municipio. Concretamente, este artículo impide la venta y posterior uso de los recursos obtenidos hacia otro destino que no sea el del propio incremento del patrimonio público de suelo.
Finalmente, la Ley hace una tímida apuesta por aumentar la participación ciudadana en los procesos de formalización del planeamiento estableciendo en su Disposición Adicional Novena una modificación de la Ley de Bases de Régimen Local que obliga a la publicación y actualización telemática de los instrumentos de ordenación territorial y urbanística.
El problema principal en el que esta Ley no ha querido entrar es el que se refiere a quien debe de ser el beneficiario de la acción urbanística del crecimiento de las ciudades. La generación de plusvalías urbanísticas no debe de considerarse un derecho inalienable del propietario de suelo sino que es una construcción social en la que una colectividad aumenta el valor de un territorio mediante aportaciones de todo tipo, nuevas vías, redes de infraestructuras, equipamientos, actividades económicas, etc.
Por ello, los procesos de urbanización deberían liderarse por las administraciones públicas mediante la previa adquisición del suelo rural o rústico para proceder a la realización de su transformación adecuada para los usos urbanos y su posterior subasta a los operadores privados que realizaran la fase final de construcción y edificación. Con ello se podría garantizar que el grueso de la riqueza generada permanecería en manos de la colectividad. Además, se podría conseguir de una manera eficiente la formalización de un crecimiento de la ciudad más acorde con las necesidades reales de la población, con una mayor calidad de servicios y un ambiente estético superior.
Divulgador te veo, Federico. La clave está en el último párrafo, en el que coincido plenamente. Lamentablemente la Ley, por más que siente (otra vez más) las bases “filosóficas” suficientes para defender que las plusvalías derivadas de la capacidad edificatoria del suelo “pertenecen” a la Comunidad, no se atreve (¿quizás no sea competencia estatal?)a “obligar” a las consecuencias lógicas: que sea la Administración la que “conceda” el desarrollo urbanizador, quedándose con los eventuales incrementos del precio (o, mejor todavía, rebajándolos del precio final de la vivienda). Como eso no se va a hacer, mucho me temo que la Ley lo único que va a propiciar es una mayor separación todavía entre la teoría y la práctica. Ojalá que me equivoque, pero otros tendrían que mandar en Canarias. Un Saludo.