El turismo se ha convertido en una de las actividades económicas con mayor preponderancia en el siglo XXI. Está afectando de una manera singular a numerosas ciudades y a territorios de todo tipo.
Controlar y encauzar favorablemente su influencia sobre las poblaciones locales es una obligación de las administraciones públicas que no está siendo atendida con la celeridad y complejidad que manifiestan los fenómenos de transformación económica asociados.
En setenta años, el turismo se ha convertido en un negocio mundial explosivo. Hoy es la actividad económica con mayor capacidad de crecimiento y con una influencia relevante sobre el medio físico. Según la Organización Mundial del Turismo (WTO), hacia 1950 solo 25 millones de personas cruzaron las fronteras de sus países por motivos vacacionales, mientras que esa cifra había aumentado a 1.235 millones en 2016. Y, en correspondencia, la actividad turística ha pasado de generar 2.000 millones a alcanzar la cifra de 1,22 billones de dólares. Por ello, actualmente, los líderes de muchos países y regiones buscan ávidamente entender los procesos productivos que se han desarrollado en torno a esto y aplicar las estrategias correctas para atraer esas masas de visitantes que circulan por el planeta.
En este contexto, España recibió 82 millones de visitantes en 2017, siendo el segundo destino mundial de turistas. Y el 10% del PIB de la Unión Europea proviene ya de la actividad turística, que se ha situado como la tercera industria en importancia continental, con un crecimiento acelerado e imparable. Como contrapartida, la novedad de este fenómeno hace que las administraciones públicas y los responsables políticos no dispongan de las herramientas necesarias y suficientes para entender las condiciones en que se producen estos procesos de transformación productiva. Y mucho menos de los recursos para canalizar eficientemente en beneficio colectivo este tsunami económico imparable.
Mientras en un extremo de la cadena productiva se viene produciendo una concentración creciente de los mecanismos de control y dirección de los procesos, centrándose en la organización de la distribución y el manejo de los enormes flujos de usuarios, en el otro, los lugares físicos (ciudades, costas, paisajes exóticos, etc.) se encuentran enormemente desasistidos y desarmados para una gestión inteligente de las consecuencias.
Lo cierto es que, en estos momentos, existe una potente ofensiva mundial para imponer a las regiones receptoras estructuras telemáticas rápidas y eficientes junto a sistemas masivos de gestión de datos, de tal manera que se facilite el control remoto de la actividad turística. Las ciudades y las regiones mantienen debido a ello un perfil defensivo y de resistencia frente a la llegada de un creciente número de visitantes, sin llegar a comprender cabalmente sus consecuencias.
Según Hosteltur, Canarias es un destino turístico de éxito que tuvo 16 millones de visitantes en 2017. Un nuevo record incremental con una ocupación del 82% y unos precios hoteleros subiendo por encima de la inflación. Al mismo tiempo, la condición insular del archipiélago -con un territorio de 7.500 km2 dividido en 8 islas habitadas- permite apreciar las tendencias territoriales en curso actuando como un laboratorio que anticipa los problemas y posibilita la aplicación de soluciones alternativas.
La extensión del turismo de masas está teniendo aquí matices diferenciales que deben analizarse y encauzarse desde la intervención pública, de tal manera que sus externalidades negativas se atenúen y sus beneficios se repartan más igualitariamente entre la población residente.
A los efectos territoriales, en el último medio siglo, aquí ha habido una ventaja evidente que consiste en la localización de espacios especializados en la actividad turística segregados de los enclaves tradicionales de asentamiento residencial. Así como Las Palmas de Gran Canaria fue un lugar de recepción turística hacia los años 70 del siglo pasado, la aparición de la ciudad turística en el extremo suroeste de la isla hizo que la intensidad del negocio turístico se concentrara en un lugar virgen. Algo similar ha ocurrido con diferentes matices en las otras islas orientales y en Tenerife.
Tras la crisis de 2007, el proceso de reconfiguración territorial está sufriendo la reversión de aquel proceso. Actualmente, el incremento masivo del turismo basado en paquetes cerrados y el movimiento de grandes masas de clientes está teniendo un impacto notable en las ciudades más características. Los grandes operadores internacionales han visto en las ciudades regionales principales -y, sobre todo, en sus centros históricos- un espacio propicio a la ampliación de la extracción de rentas. Un fenómeno que está afectando a todo tipo de servicios como el transporte, el comercio y la hostelería local. También supone un reto para las administraciones públicas controlar los flujos y movimientos internos, así como la desaparición acelerada de la capacidad residencial en las zonas centrales, sustituido por ofertas incontroladas y en competencia desleal con los empresarios tradicionales que cumplen las reglas establecidas y pagan sus impuestos.
Una de las consecuencias territoriales del fenómeno de la llamada economía eufemísticamente “colaborativa” es la desigualdad en el acceso a los espacios residenciales en alquiler. Los centros históricos han sido rápidamente colonizados primero por la actividad económica franquiciada y luego por el negocio de la oferta de vivienda vacacional de bajo coste. En muchos casos, sin control administrativo y sin colaboración al sostenimiento de los espacios colectivos de la ciudad que colonizan. La mayor parte de los beneficios se lo quedan las empresas que ofrecen la intermediación digital en origen.
Otro efecto que se viene percibiendo en las islas es el congestionamiento creciente de las redes viarias, fruto del aumento de la movilidad ligada a los nuevos visitantes. Pero también a la extensión de la carga sobre las dotaciones públicas ante la avalancha de nuevos usuarios imprevistos.
Muchas veces esto es debido a las dificultades de movimiento que tienen unas administraciones ineficientes y que generan una legislación que no es cabalmente consecuente con los procesos en curso. Las ciudades -y en nuestro caso, las islas- deben afrontar este reto reconvirtiendo sus estrategias de ordenación urbanística y territorial para atender esos cambios sustanciales que están teniendo lugar ante nuestros ojos.
Las instituciones de gobierno urbano y regional deben utilizar los recursos a su disposición para encauzar estos fenómenos derivados de la constante mutación de la actividad turística. Las herramientas disponibles pueden ser variadas como los impuestos locales, por ejemplo. El impuesto de bienes inmuebles debería tasar más intensamente aquellas zonas en las que se ha detectado la aparición de alquiler vacacional. También, la reconfiguración ágil de los planes urbanísticos y territoriales es otro campo al que no se le presta la atención debida; y que es imprescindible para efectuar un control regulatorio e incrementar el retorno colectivo de los posibles beneficios que se están generando y que no se están aprovechando adecuadamente.